
Sentada en la parte de atrás de nuestra furgoneta, a orillas del Lago Hawea, camino de la Costa Oeste de Nueva Zelanda, comienzo a escribir este post no sin ciertos nervios, no sin cierta emoción. Ya que hace muchos días que no escribo porque mi cabeza está muy ocupada con un nuevo proyecto y mi corazón está centrado en disfrutar de este impresionante país.
La sensación de paz y desconexión que me inspira este lugar y este momento, creo que ha llegado a su cota más alta en este viaje, cuando ya hemos traspasado la frontera de los seis meses y como bien me dijo mi hermano Jorge hace unos días, ‘hemos cogido ritmo’. Probablemente ayude el hecho de que, tras varios meses de vivir en países que nos apasionan, pero que se caracterizan por el caos, el ritmo frenético, el estrés de sus gentes, el ruido, la contaminación… Nueva Zelanda nos ha dado la bienvenida con su mejor sonrisa y nos ha recomendado que nos tomemos esta parte del viaje con calma. Que hay tantas cosas por ver que puede resultar abrumador. Y, muy sabiamente, nos susurra que lejos de convertir eso en una preocupación, seamos conscientes de la fortuna de poder decidir cuándo y cómo organizar nuestros días, sabiendo que allá dónde miremos, sólo vamos a estar rodeados de belleza.
Así, ha comenzado nuestra experiencia viajera en Nueva Zelanda. Superándose a cada instante y aprovechando los días al máximo desde que sale el sol y hasta que se pone, en la cálida y confortable vida de furgoneta que llevamos. Sin embargo, en esos momentos de paz, cuando más desconecto, cierro los ojos y mi mente sigue volando y viajando al mismo lugar. Al lugar que nos ha hecho hacer un parón en este viaje para poner en marcha un proyecto de vida que no podía estar basado en otro sitio, ni podía ser de otra manera.
Cierro los ojos. Huele a tierra mojada. Huele a naturaleza en estado puro. Huele…a Kenia. Por unos instantes, cambio la parte de atrás de la furgoneta, por la ventanilla de un todoterreno en busca de vida en cualquiera de los Parques que hemos ido a conocer. Veo los colores de los caminos y carreteras keniatas. Color tierra, color verde, color amarillo… dependiendo el lugar en el que te encuentres. Pero siempre caminos ajetreados, llenos de polvo, de motos, de gente, de ruido, de música… de niños con uniforme que vuelven del cole y gritan ‘mzungu!’( ‘hombre blanco’ en swahili) a nuestro paso.
Cierro los ojos. Suena el despertador y todavía es de noche.. Yo remoloneo. Sergio lleva horas despierto. Nervioso, impaciente porque sea la hora y poder entrar cuanto antes en el Masai Mara. Nos abrigamos, porque a primera hora siempre hace un poco de frío. Y nos subimos al coche. Rápido. Antes de que empiece a despuntar el alba queremos estar dentro. Los sonidos de los animales. El aire de la mañana. El olor a tierra mojada. Ya estamos allí. Por fin. Unas hienas se cruzan en nuestro camino nada más entrar, parece que vienen contentas, han debido comer ya. En el horizonte mientras el sol comienza a salir, la silueta de un grupo de gacelas nos da los buenos días. No pasa mucho tiempo sin que veamos un grupo de cebras que comparte pradera junto a otras tantas jirafas y una familia de pumbas. Si ya es maravilloso ver a los animales en libertad, verles juntos, conviviendo, interactuando, es una experiencia que no se puede contar con palabras.
Vamos atravesando caminos en los que las acacias nos van escoltando y nos invitan a hacer una parada en el camino para desayunar con las luces más bonitas de la mañana. A partir de ahí, una explosión de vida animal y la más bonita combinación de paisajes nos recuerda a cada instante por qué estamos allí de nuevo. Por qué siempre queremos volver. Elefantes con sus crías, grupos de ñus rezagados que no han cruzado al Serengeti esta vez, búfalos, que pasan las horas comiendo en la sabana, aves que parecen sacadas de una película de dibujos animados… y, de repente, a lo lejos, subiendo una colina, una reconocible silueta nos hace vibrar. Hace que se nos acelere el corazón. No sabemos todavía de qué felino se trata, ya que aún está lejos. Pero nos acercamos de manera sigilosa y empezamos a seguirle. Las dudas se disipan. Su piel moteada y su musculatura se adivina en la distancia. El leopardo más bonito que jamás hemos visto. Con la suerte de poder acompañarle en su camino durante un buen rato. Nos miramos. Sonreímos. No es fácil ver un leopardo durante tanto tiempo si no es subido a un árbol, donde tantas horas pasan hasta que deciden bajar a cazar.
El día pasa entre grupos de animales, y auténticos paisajes que hacen que nuestra cabeza sólo esté enfocada en observar, admirar y disfrutar. Las horas centrales del día siempre son peores para ver a determinados animales, en concreto a los felinos, y ya hemos visto un leopardo. Cuando se acerca la hora crepuscular, la hora mágica, cuando la luz hace que hasta lo más bonito lo sea incluso más, nos dirigimos a una zona conocida por ser territorio de leones. Tan sólo un par de coches han decidido hacer lo mismo que nosotros. Estamos prácticamente solos. Esperamos. Y la luz toma un color increíblemente dorado. Y sucede. Una leona se aproxima hacia nuestro coche. Tras ella, se mueven unos matorrales y tres o cuatro crías siguen los pasos de su madre sin dejar de jugar entre ellas. A nuestra izquierda, nos damos cuenta de que un grupo de arbustos da cobijo a cerca de otros cinco leones, un par de leonas más con sus cachorros.
Y, a la derecha, mirándonos a los ojos está él. El rey. Tranquilo. Paciente. Pero siempre vigilante. Junto a él, dos leones jóvenes. Aprendiendo. Observando. Y un poco más al fondo, más leonas y más cachorros. No damos crédito a lo que está sucediendo. Sergio lleva ya más de 20 minutos con la piel de gallina y, yo, con la emoción a flor de piel.
Estamos entre una manada de cerca de quince leones y no reparan en nosotros ni un instante. Estamos en el silencio más absoluto tan sólo roto por el sonido de los disparos de la cámara. Tan sólo mirándoles y observando su comportamiento y cómo se relacionan entre ellos. Las atentas leonas, alerta a cualquier ruido que pueda convertirse en comida para el grupo, los juegos de los más pequeños, que se entretienen entre mordiscos, la superioridad del león adulto, que controla la situación por completo, y la actividad de los leones jóvenes, que ya no son unos cachorros, pero aún no ha llegado su momento.
Cierro los ojos y veo ese momento como si fuera ahora mismo. Y deseo con todas mis fuerzas poder vivirlo alguna otra vez. Un día en el Masai Mara es un cúmulo de emociones y experiencias para los amantes de la naturaleza que merece la pena ser vivido. Y no sólo en el Masai Mara. Nunca hasta este pasado mes de marzo había visto el Kilimanjaro. Y podría haberme tirado horas contemplándolo desde el Parque Nacional de Amboseli. Un lugar que si ya habitualmente tiene magia, en plena temporada de lluvias como hemos ido nosotros, se convirtió en una laguna constante, improvisada, que había que atravesar con nuestro todoterreno, acompañados por hipopótamos, por cientos de aves de las más diferentes y exóticas especies, por grupos y grupos de elefantes, que pasearon para nosotros por delante de la cumbre del Kilimanjaro para el deleite de nuestra cámara de fotos… y por la luz más bonita que jamás hemos visto.
No me resulta difícil tampoco, al cerrar los ojos, trasladarme al norte de Kenia y llegar a una zona en la que no habíamos estado antes. De camino a la Reserva de Samburu, nos sumergimos de lleno en la cultura africana parando en los pueblos de las comunidades locales, coloreados por su atuendo, por sus collares y por sus sonrisas. Es la tierra de los Samburu, la tribu que habita desde hace años, una vez se separaron de los masais. Tierra de nómadas, de cultura ancestral que inunda el camino hasta el Parque Natural que toma su nombre de ellos y que, como vimos a la carrera, nos dejó con ganas de más.
Cierro los ojos, y las montañas que veo a lo lejos son las montañas del Valle del Rift. Veo las casitas de los viajeros de Bamba. Tan auténticas, tan bonitas. Hechas por ellos con el mayor de los cariños. Tan África. Me veo sentada en los escalones de una de ellas contemplando las últimas luces de la tarde sobre el valle mientras de fondo suenan las canciones de los niños en su ‘Devotion Time’, el rato que dedican todas las tardes a rezar. Escucho a Christine llamarnos a cenar y a Rutto reírse sin parar.
Cierro los ojos y me traslado a ese saloncito. El de la casa de Rutto y Christine. Donde tantas horas hemos pasado ya. Donde tantas historias nos ha contado Christine. Donde aprendí todo lo que sé sobre Kenia. Donde empecé a admirarla. Donde empecé a quererla como si fuera parte de mi familia. Donde tanto nos ha hecho reír Rutto. Donde se convirtió en una de las personas que más y mejor energía nos aporta. Donde hemos visto pasar a cada uno de los niños con una anécdota diferente. Donde se juntan para ver la telenovela junto a Christine. Donde se escapan los más pequeños para que les consintamos un poco. Donde hemos conocido a tantas mujeres de la comunidad que con su valentía, su humildad y su fuerza nos han hecho reflexionar. Donde tanto hemos soñado y planificado juntos.
Cierro los ojos y no puedo más que escuchar la risa de Nelly, la pequeña masai. Con el genio y carácter dignos de la tribu más conocida de Kenia. Escucho a Winnie, la mujer más dulce del mundo, que se encarga de los bebés durante el día, diciéndole: Nelly: ‘Kula, Nelly, Kula’. O lo que es lo mismo, ‘¡come, Nelly, come! Veo los primeros pasos que está aprendiendo a dar Lemu. Y cuando le conocí apenas tenía un mes y acababa de sobrevivir a una masacre en su poblado, perpetuada por la tribu vecina que demandaba más tierras y más vacas. Tragedia de la que su madre no se libró. Ahora, un año después, ríe sin parar y está empezando a andar. Cierro los ojos y también veo, sí, eso sí que lo veo bien, los mofletes de Manuel, el nuevo bebé de la familia Bamba. El pequeño de 6 ó 7 hermanos de la misma madre y distintos padres. Una madre que tiene una enfermedad mental y que desgraciadamente no es capaz ni de cuidarse a sí misma. Y Manuel, ya es el tercero que llega a Bamba. Sus mofletes no son reglamentarios. Jamás había visto cosa igual.
Cierro los ojos y estamos sentados en círculo en el suelo. Hemos cambiado la ‘Zapatilla por detrás’ por ‘Anikipata – Ochokoeee’, y John le da con la zapatilla, bueno, con la chancla, a Ivy, que sin parar de reír intenta cogerle. Luego le toca a Collins. A Evans. A Senewa. A la pequeña Christine. A la dulce Cecilia. A Elvis.
Uno de los niños más guapos que he visto en mi vida. Y uno de los más fuertes. Por no haber sido tratado a tiempo, sufre de polio y es impresionante ver cómo se maneja y trata de hacer exactamente lo mismo que el resto de los niños, sin poder utilizar una de sus piernas. Cierro los ojos y muero por abrazarle. Por mirarle a los ojos y poder decirle que le espera un futuro tan bueno como para cualquiera de los demás. Pero no puedo decírselo. Porque no lo sé.
Cierro los ojos y me veo rodeada de ellos. De la timidez y el cariño de Kasinde, la devoción de Mwala por Sergio, los bailes de Clara, Faith y Valen, las canciones de Lynn, Janet y Caro, de la ternura reinventada en la persona de Dysmus, de la actividad y el no parar de Neemia o Denis. De la sonrisa más bonita sobre la faz de la tierra del pequeño Vicky, que se está haciendo mayor. De las miradas cómplices y divertidas de las niñas, que cada vez son menos niñas, como Daisy, Chopcorn o Nemoi.
De la amistad real que tenemos con Collins. Del personaje en el que se ha convertido Manolo, que un día fue un auténtico superviviente entre tantos niños que le llevaban y traían a todas partes como si fuera la mascota de todos ellos. Ha desarrollado carácter y el resto lo sabe y le respeta.
Cierro los ojos y les veo a los dos. A la una, con esa sonrisa traviesa y desdentada y esa cara redonda que cada vez es menos redonda. Y a su compinche, juntos desde que eran bebés, con esa cara de malo y esas cejas levantadas expresando que el que manda es él. Como buen masai. Cierro los ojos y vuelvo mil y una veces al verano que conocimos a Ian y a Victoria. Ambos tenían en torno a los tres años e hicieron con nosotros lo que quisieron durante quince días. Cada noche aguardando con impaciencia a la mañana siguiente para verles de nuevo, para escuchar lo divertido de sus primeras palabras, para reírnos con sus ocurrencias y proponerles otras nuevas, para jugar con ellos hasta el infinito, para mimarles… Siempre he defendido que los flechazos existen. A mí me ha pasado en el amor, y en la amistad. Y con Ian y con Victoria me pasó también. Fue un flechazo. Y hoy, cinco años después, el amor que siento por ellos es un amor tan grande, que no me imagino mi vida lejos de ellos. Les veo ya mayores, con sus 7 y pico, y me da pena que dejen de ser los enanos divertidos y revoltosos que eran antes, pero me encanta verles crecer, aprender y ser cada día, un poco más mayores.
Cierro los ojos y de repente soy la única ‘mzungu’, la única ‘blanca’ entre cientos de niños. Hemos ido a visitar los colegios de la zona y, de los cuatro que íbamos juntos, no veo a nadie más. Nos llevan en volandas grupos de niños que se pelean por darnos la mano, por tocarnos el pelo o por oler nuestra piel. Escucho sus risas. Tan cerca como si estuvieran aquí.
Cierro los ojos porque quiero volver a sentirme tan especial como me siento cuando estoy allí, cuando estoy con ellos. Cuando su día a día es el mío. Cuando sus preocupaciones son las mías. Sus alegrías, las vivo elevadas al infinito. Hace cinco años conocimos un lugar mágico, un país lleno de contrastes que nos recibió con los brazos abiertos. Su naturaleza, su vida, su cultura, sus comunidades y las personas que se cruzaron en nuestro camino, nos dejaron tocado el alma. Hasta el punto de que, no importa dónde me encuentre, que un trocito de mi corazón ya está allí para siempre.
Hoy, cinco años después, cuando cierro los ojos y pienso en Kenia, lo que veo es un hogar, que también es el mío.

Anis
abril 11, 2018No sé qué es más bonito… si el post, el paisaje o vosotros. Qué ganas de poder disfrutaros, disfrutarles y seguir aprendiendo a vivir con/como vosotros, pareja!
Angel
abril 11, 2018Como siempre, muy inspirador María…. Os mando besitos a los dos…y a la «ex barba» de Sergio, jejeje…
Angel
abril 12, 2018Como siempre, muy inspirador María …. Besitos a los dos y para la «Ex barba» de Sergio, allá donde esté… Jejeje..
Cris
abril 16, 2018Qué maravilla… Haces que nos trasladamos allí y podamos medio vivirlo con tus palabras. Sois increíbles y os adoro…