
Nuestro paso por Guatemala se escribe con nombres propios.
Nuestro paso por Guatemala fue un continuo aprendizaje. Una constante inspiración.
Descubrimos un país lleno de contrastes, de una naturaleza inmensa, con playas de ensueño, ciudades de cuento y… sobre todo, con personas que marcan la diferencia.
La historia de Gregorio. Una historia de generosidad.
Gregorio nos esperaba en Canillá. Sonriente. Expectante. Le conocimos en un pequeño Cayo de Honduras de escasos metros dónde lo único que había, era un restaurante/hotel español dónde tomamos una tortilla de patatas hecha por Xisca, mallorquina, en su último día en la isla. Una tortilla que nos supo a gloria. Xisca y su marido, Carlos, músico madrileño, habían estado regentando un idílico alojamiento en plenos Cayos Cochinos y, justo el día que llegamos nosotros a comer, estaban recogiendo para irse.
Gregorio estaba de vacaciones allí, con su familia. Nos conocimos, charlamos, y nos habló de su proyecto en la zona reina de Guatemala, territorio quiché. Su español, casi perfecto tras 24 años en Guatemala, es divertido y tierno a la vez. Aunque su acento sudafricano le delata. Sin embargo, sus expresiones y maneras ya se han fundido absolutamente con las locales. Sus ojos brillan cuando habla del Centro de atención Integral ‘Maripositas’ en Canillá, y muy especialmente cuando explica la labor que realizan en las montañas de la zona desde hace 24 años.
Igual no esperaba volver a vernos. Sin embargo, pasadas unas semanas desde nuestro encuentro en Honduras, allí fuimos. Sin apenas vacilar. Organizamos nuestra ruta por Guatemala de manera que pudiéramos dedicar unos días a visitar a Gregorio y a conocer su proyecto. Nos saludó serio, formal, a nuestra llegada. Pero cálido, a la vez. Con el 4×4 preparado para llevarnos a visitar ‘la zona reina’. Un área de las montañas de Guatemala olvidada durante muchos años. Una zona rica en recursos naturales pero abandonada. Sin apenas infraestructura. Un lugar al que fueron a parar distintas comunidades de pueblos indígenas que habían estado escondidos en las montañas, durante la época del genocidio guatemalteco. El lugar al que Gregorio y su esposa llegaron hace 21 años. En cuanto se firmaron los acuerdos de paz y supieron que cientos de personas de distintas comunidades iban a ser trasladadas a esa remota zona. Sin educación. Sin formación. Sin esperanza.
Procedente de Durban (Sudáfrica), Gregorio cogió su mochila cuando era bien joven y, tras sacar su carrera de Educación Física, se dedicó a viajar por el mundo. Tenía ganas de saber, de conocer que había más allá de las fronteras de su país. Siempre creativo, siempre proactivo, la vida le fue llevando por distintos países y por distintas profesiones. Demostrando siempre los recursos que tenía para salir adelante. Hasta llegó a ser profesor de tenis en un campamento de verano estadounidense, sin haber tocado una raqueta en su vida antes. Pero nada de lo que iba haciendo le terminaba de satisfacer. No sabía como orientar su vida, su futuro. Sentado en un parque en San José de Costa Rica, pidió una señal que le ayudara a encontrar su camino y, al poco, se vio asentado en Xela, la segunda ciudad más grande de Guatemala. Trabajando como profesor. Junto a la que hoy es su esposa. Sudafricana también. Pensaban estar un período corto de tiempo allí, ya que querían llegar hasta Brasil. Y, sin apenas darse cuenta, pasaron tres años en los que vivieron a gusto y tranquilos en Xela.
La noticia de los acuerdos de paz corrió como la pólvora en Guatemala y, por supuesto llegó hasta Xela. Llegó hasta Gregorio y su mujer. Supieron que la Zona Reina iba a recibir a un numeroso grupo de personas, desorientadas, desubicadas, desprotegidas… a consecuencia de este tratado y, ni cortos ni perezosos, dejaron lo que tenían en ese momento para ir a conocer la zona y la situación. Por aquel entonces, ni una carretera llegaba hasta este lugar. Tuvieron que hacer el trayecto en avioneta. Sin saber lo que iban a encontrarse. Una vez pisaron la Zona Reina, Gregorio supo que ya no podría irse de allí. Ambos, educadores de formación y generosos y solidarios de vocación, se vieron en la responsabilidad de trabajar con las comunidades e intentar que, todas esas personas que tanto tiempo habían sufrido, que tanto tiempo habían vivido en la selva, que de tantas penurias habían escapado, que tantos familiares habían perdido… pudieran volver a tener esperanza y a creer en la vida, aunque fuera a través de sus hijos.
Esa señal que Gregorio pedía en Costa Rica llegó. Llegó a bordo de esa avioneta, en cuanto divisó la Zona Reina desde las alturas. Y se hizo aún más fuerte en cuanto empezó a entablar relación con las personas de la comunidad local.
Así, pusieron una tienda de campaña a modo ‘escuela’ y empezaron a trabajar ahí mismo con niños recién salidos de la educación primaria. Ya que no había en cientos de kilómetros a la redonda un instituto, escuela de secundaria, ni nada que lo pareciera. Lo que significaba que esos niños que sí habían aprendido a leer y escribir, lo que ya era mucho más de lo que sabían sus padres, con apenas 10 y 11 años iban a dejar de estudiar para ponerse a trabajar en el campo o a criar a los hermanos pequeños, mientras esperaban el momento para formar su propia familia. Que en el caso de las niñas, no tardaría en llegar.
Esa visión que tuvieron Gregorio y su mujer hace 21 años, es hoy un Instituto de Secundaria absolutamente ejemplar. Que fomenta los valores de igualdad, de solidaridad, de responsabilidad, de esfuerzo y de trabajo. Es un lugar que enseña a los jóvenes a explotar los recursos de la naturaleza para poder ser autosostenibles. Un proyecto que ha generado un producto propio ‘Afripica’, una salsa picante a base de chiles que los chavales cultivan en el huerto del Instituto y que, a través de cooperativas por cada una de las clases, estudian y trabajan en todo su proceso para llevarlas al mercado real. Con los beneficios que sacan, son ellos mismos los que se costean su educación.
Ya que, los padres de la mayor parte de estos chicos y chicas viven del cardamomo y no pueden pagar grandes cuotas por la educación de sus hijos. Sin embargo, Gregorio nos contaba que les pide una aportación simbólica. No quiere que piensen que la educación de sus hijos es totalmente gratuita. Ya que entonces no la valorarán. Por ello, les exige un mínimo que haga que padres e hijos se comprometan y esfuercen para poder aprovechar las oportunidades.
Hoy, Gregorio y su familia siguen viviendo en la zona. Ya no están en las montañas. Durante muchos años vivieron en lo que llaman en el pueblo ‘la Casa Blanca’. Ahora están asentados en Canillá, a unas 6 horas en coche de la Zona Reina. Y tienen tres niñas preciosas. A las que educan y forman ellos en casa con los mismos valores que forman en el Instituto. No hace falta pasar mucho tiempo con esas niñas para darse cuenta de que son especiales. Educadas, inteligentes, creativas, divertidas y responsables.
En Canillá han puesto en marcha otro proyecto. Un centro de atención integral para las personas de las comunidades del pueblo y alrededores. Atención médica, fisioterapia, atención psicológica… a través de la formación y contratación de muchos de los jóvenes del Instituto de la Zona Reina y de la propia zona de Canillá. Buscando que cada una de las personas que trabaja en el Centro reciba la formación adecuada para que, el día de mañana, el Centro no necesite de Gregorio. Ellos les están dando los recursos y dotando de las capacidades y herramientas necesarias para poder ser dueños del proyecto y continuar en el futuro la labor que ellos empezaron.
Gregorio no puede estar más orgulloso del proyecto de Canillá. Sin embargo, el brillo de sus ojos es incluso más especial cuando visita, cada vez menos a menudo, el Instituto en las montañas. Cuando monta en su 4×4 y empieza a subir cuestas absolutamente verticales de piedras, cuando comienza a vadear ríos, cuando tiene que apartar los obstáculos que va encontrando en el camino para llegar a ese segundo hogar. A ese lugar que construyó hace 21 años y que, hoy, funciona casi sin su presencia. Su cara se ilumina cuando se baja del coche y todo el mundo le saluda con cariño y respeto y le llama ‘Profe’. Desde los más mayores, hasta los más pequeños. No paran de llegar mujeres y hombres de las distintas casas del pueblo a traerle plátanos, tomates… es su manera de darle las gracias por seguir a pie de cañón tantos años después. Se cruza por el Instituto con antiguos alumnos que hoy son profesores, administrativos, orientadores… y nos cuenta, feliz, la historia que hay detrás de cada uno de ellos.
La historia de Gregorio se escribe con la mayor de las admiraciones. Con el más grande de los respetos. Con la inspiración más bonita que hemos recibido jamás. Para todos aquellos que dicen que ‘no se puede’, yo les digo que charlen con Gregorio. Sobre cualquier tema. Sobre la vida. Para todos los que piensan que es imposible cambiar el mundo, yo les digo que si todos hiciéramos lo que ha hecho Gregorio, entre todos podríamos hacerlo.
Por desgracia, hay muy pocos Gregorios en el mundo. Y nosotros hemos tenido la suerte de conocer a uno de ellos.
Gracias, Gregorio. Tu humildad y tu sabiduría han quedado marcadas a fuego en nosotros.
La historia de Jéssica. Una historia de esperanza.
Jéssica es la única de las niñas K´amalbe que no suele llevar el típico y maravilloso ‘huipil’ (camisa propia de la vestimenta de los pueblos originarios de Guatemala) que el resto de sus compañeras sí viste cuando vuelven a casa. Su madre no suele llevarlo. No lo ha visto en casa, y por ello no tiene esa costumbre. En K´amalbe ha aprendido acerca de su significado. De su fuerza como símbolo de pertenencia. De lucha. Y Jéssica ha aprendido a respetarlo. Ha aprendido hasta a realizarlo! Ella misma, al igual que sus compañeros, aprende a tejerlo enseñados por la disciplinada Marta.
Jéssica tiene una sonrisa especial. Una sonrisa inteligente. Una sonrisa llena de energía. De ilusión. De fuerza. Ella es una de las chicas beneficiarias del proyecto Kámalbe, una organización que lucha por abrir camino y empoderar a chicas y chicos de los pueblos originarios, dándoles formación secundaria y buscándoles oportunidades laborales al terminar la educación. Y, todo ello, sin que pierdan su identidad. Trabajando de una manera muy especial en conocer sus orígenes, su cultura y sus tradiciones. Con el fin de que sean capaces de elegir y no tengan por qué seguir el camino de sus madres, sus abuelas… y tantas otras niñas de sus aldeas.
Que, como en tantos otros lugares del mundo, no terminan su educación para ser casadas y tener niños desde que son apenas unas niñas.
Jéssica, al igual que Abigail, Jaqueline, Azucena, Cándida, Sindy o Marvin, ha tenido la suerte de que se fijaran en ella. Con 16 años, quiere ser becada para estudiar Mecánica. Ya que es una formación principalmente masculina y, por ello, se conceden becas a las chicas que quieren estudiarlo. Así, distraerá un par de años más a sus padres para que no le pidan que regrese a la aldea para quedarse. Y, más adelante, cuando sus padres ya lo tengan asumido y Jéssica pueda tener un empleo que ayude a costear sus estudios (además de contar con la ayuda de K´amalbé), poder dedicarse a lo que verdaderamente le gusta: la veterinaria. Y es que Jessica estudia, como todos los jóvenes del mundo, historia, inglés, matemáticas… pero también quiché y cultura maya. Además, cada uno de los siete jóvenes que vive en el centro tiene tareas domésticas asignadas cada semana: desde llevar a pastar a las cabras, hasta encargarse de los cerdos y gallinas, pasando por la cocina o limpieza de la casa. Cuando a Jéssica le toca encargarse de los animales, es feliz.
Conocimos este proyecto gracias a Leti, nuestra ‘amiga del lago’ desde entonces. Habíamos alquilado un coche en Ciudad de Guatemala para poder movernos por la zona del Lago Atitlan. Paramos a preguntar en una gasolinera y allí apareció Leti. Ella y una voluntaria de Costa Rica del proyecto estaban haciendo autostop para llegar hasta el pueblo de San Juan, al que nos dirigíamos nosotros. Donde tenían a una chica del proyecto estudiando. No paramos de hablar en todo el trayecto y apenas tardó Leti unos minutos en invitarnos al pueblo de Malacatancito a visitar el proyecto de K´amalbe. Así conocimos a una mujer fuerte. Una mujer luchadora Una mujer llena de energía positiva y cariño. Pero también de firmeza. Con las ideas claras. Vivió en su infancia y, en realidad a lo largo de toda su vida, episodios de racismo y de injusticia, por sus raíces y orígenes indígenas.
Esa trayectoria común es la que hizo que su hermana mayor Alicia, motivada y guiada por sus padres, creara este proyecto de lucha por los derechos de los y las jóvenes de pueblos originarios para poder labrarse un futuro sin perder su identidad. Algo, que, según nos cuentan Alicia y Leti, es muy difícil aún en Guatemala. Por ello, hacen una labor no sólo de formación y educación de los chicos, sino que tratan de transmitirles y contagiarles todos esos valores de seguridad en sí mismos, de respeto por los demás, de humildad y también de lucha. De no renunciar a lo que cada uno cree. Y de no renunciar a lo que uno es y de dónde viene.
Hoy, el futuro de Jéssica y el del resto de los chicos y chicas de K´amalbe está en sus propias manos. Hoy, sí. Si consigue ser constante y tenaz, podrá seguir estudiando y podrá decidir el camino a tomar. No será fácil. En todo este proceso, tiene que convencer a sus padres de que su elección es la que quiere que tengan en cuenta. Y todo esto sin olvidar que tiene 16 años. Y la responsabilidad que tiene sobre su espalda no es fácil de sobrellevar cuando tienes esa edad. Sin apenas poder distraerte de tu objetivo para que no suceda nada que lo pueda truncar. Pero esa mirada fresca, esa mirada inteligente hace entrever que Jessica lo tiene claro. Que va a luchar por ello. Y, que sea lo que sea lo que el futuro le depare, será lo que ella haya escogido. Y, eso, es ya un paso de gigantes.
K´amalbe te recibe y te despide entre cánticos. Entre juegos. Entre risas. Entre miradas de ilusión y complicidad. Es uno de esos sitios que nosotros describimos como puros y auténticos. Donde cada visita es tratada y recibida como un regalo. Donde te apetece quedarte para contagiarte de esa energía juvenil que desprende cada uno de los chicos y chicas. Donde miras a los ojos a cada uno de ellos para decirles que sigan trabajando, que sigan luchando. Que no tengan miedo a ser diferentes. A hacer las cosas de manera distinta a cómo lo hicieron sus padres. Que no tengan prisa por crecer. Y, sobre todo, que no crezcan a destiempo. Que hay tiempo para todo. Los jóvenes entonan el ‘Yo quiero tener un millón de amigos’ el día que te dicen adiós. El día en que has dejado un trocito de tu corazón en Malacatancito, junto a todos ellos. Deseando que todos sus sueños se cumplan y, de nuevo, recibiendo una lección magistral de lucha y de motivación.
Así nos recibió Guatemala. Con historias con nombre propio de las que pudimos formar parte, al menos durante algunos días. Elegimos ir a visitar estos proyectos y quedarnos unos días en lugar de llegar hasta otros puntos turísticos de Guatemala que seguramente serán maravillosos. Los dejamos en la lista de ‘pendientes’ para la próxima vez. En este punto de nuestra vida viajera, cada vez más preferimos dedicar nuestro tiempo a este tipo de experiencias que al final, son las que nos recuerdan cada día por qué estamos viajando.
Aún así, nos dio tiempo a recorrer gran parte del país: la maravillosa zona de Flores y las ruinas de Tikal, uno de los mayores yacimientos arqueológicos y centros urbanos de la civilización maya. Nos dio tiempo a que nos lloviera en esa zona como no habíamos visto llover jamás. Casualmente, el único día que habíamos alquilado una moto!
Nos adentramos hasta la zona caribeña y tierra garífuna: Livingston. Dónde cambias el español por el inglés. Y parece que estás en un pueblecito cubano en lugar de estar en pleno Guatemala! Aquí fue dónde nos volvimos ‘superhéroes’, al comer en una casa particular, la del abuelo de Pancho, unas gambas y un guiso típico que hacen a base de leche de coco y pescado, cuyos ingredientes salieron de la nevera más insalubre que uno pueda llegarse a imaginar, sin que nos pasara absolutamente nada. Ni una mala noche.
Gracias a una recomendación local, cruzamos la frontera con Belice y Honduras para, en una aventura inolvidable, llegar hasta los Cayos Cochinos y conocer así uno de los mayores paraísos sobre la tierra que hemos visto jamás. Nuestra idea inicial era ir a Roatán, habíamos oído que sus playas eran una auténtica maravilla. Pero el dueño de un bonito hostel allí en Livingston nos recomendó sin pestañear otra zona del Caribe hondureño, mucho menos explotada y salvaje, que aseguraba no nos dejaría indiferentes. No paraba de repetir ‘cuando te bañas en esas aguas tan cristalinas, te ves hasta las uñas de los pies!’
Tuvimos la suerte de dormir un par de días en el pequeño Cayo de Chachahuate, en cayo Cochinos, el único habitado por comunidades locales que te integran en su día a día de la manera más natural. Vives durante unos días sin ningún tipo de comodidad ni lujo. Ya que el mayor de ellos lo tienes en cuanto abres la puerta de tu cuarto y contemplas el mar tan espectacular que tienes delante y la vida de los locales que te permiten observar de cerca.
Cada día había un par de excursiones de turistas, locales la mayor parte de ellos, que salen de la próxima localidad de La Ceiba, para ir a pasar el día a los Cayos. Sin embargo, son pocos los que se animan a pasar allí unas noches.
De vuelta a Guatemala del paraíso hondureño, pudimos ir a la maravillosa zona del lago Atitlan, donde cada día iba superando al anterior. Nos enamoramos del pueblecito de San Juan. Tranquilo, sosegado. Donde todos sus habitantes te dan los buenos días al pasar y te paran para conversar, como hacen entre ellos.
También, descubrimos la costa Atlántica de la mano de nuestros amigos José y Laura. Otras dos personas cuyas historias y personalidades no han hecho sino inspirarnos y hacernos confiar en que hay mucha gente buena en el mundo. Y ellos, son dos de esas personas. Paseamos por las calles de la colonial Antigua y recorrimos la zona de los volcanes donde, apenas unas semanas antes, sucedió la tragedia del Volcán del Fuego. Laura y Jose nos explicaban todo lo que sucedió con muchísima tristeza, pero a la vez contaban como todo el pueblo guatemalteco se volcó después, dando ejemplo de solidaridad y de generosidad.
Pudimos conocer bastante y pudimos, sobre todo, convivir con distintas personas y comunidades de Guatemala y también de Honduras que convirtieron nuestra última parte del recorrido por Centroamérica en una de las mejores experiencias de todo este año.
Guatemala se ha convertido en uno de esos lugares, como Irán o Nepal, que no podemos quitarnos de la boca cuando hablamos de nuestro viaje y de los lugares que más nos han marcado.
Guatemala, eterna, hospitalaria, sabia, humilde, fuerte y luchadora.
Guatemala, inspiradora.
Guatemala, ya estamos deseando volver.

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